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jueves, 16 de mayo de 2013

¿Cómo ha podido cambiar todo tanto en tan poco tiempo?


Y allí estaba, en la playa solitaria, con la música al máximo volumen saliendo de mis auriculares. "¿Cómo ha podido cambiar todo tanto en tan poco tiempo?" Me preguntaba una y otra vez con las lágrimas derramándose lentamente por mi mejilla. Al rato, sonó aquella canción, la misma que sonó el primer día que le vi, el día que todo comenzó. Mi madre siempre dice que toda persona tiene una banda sonora en su vida y la mía empezaba por aquella canción, Penny Lane. Eso hizo que me tumbara en la arena y empezara a recordar todo lo pasado en ese último año.

 El verano pasado, concretamente el día de San Juan, estaba preparando con un par de amigos nuestra pequeña hoguera cuando le vi: un chico moreno de ojos verdes, y una sonrisa arrebatadora. Me quedé observándolo de reojo un buen rato y no sé en qué momento se giró y me sonrió. Sí, a mí, a la chica tímida del montón en la cual nunca nadie se fija. Durante toda la noche no paramos de mirarnos, pero mi timidez no me permitía ni siquiera acercarme. 

Un rato después, me separé del grupo para  dirigirme hacia la orilla y me senté allí. Estaba cansada y no me apetecía nada estar arriba con todo el mundo bebiendo. A los pocos minutos sonó “Penny Lane” y alguien se sentó a mi lado, ese alguien era el chico de los ojos verdes. Nunca olvidaré aquella noche, no  pasó nada, pero pasó todo. Durante el resto de la noche solo hablamos un poco, supe su nombre, edad y que veraneaba este año aquí, en casa de su primo. Al terminar la noche volví a casa, algo más que feliz. 

A los pocos días, recibí un mensaje de un número desconocido, era él. A partir de ahí empezamos a hablar todos los días, quedamos un par de veces, pero no fue hasta una cálida noche de Julio cuando me di cuenta de que era el chico especial que llevaba tanto tiempo buscando.  ¿Y cómo me di cuenta? Pues fácil, me besó. Así sin más, delante de todos, sin avisar, sin saber si yo quería o no, improvisado. Eso era algo que me encantaba de él, aparte de ser el chico más risueño y encantador que jamás había conocido, su espontaneidad. 
Todo comenzó así, el verano y los meses contiguos fueron perfectos, aunque había algo raro en él. Le notaba como más apagado, menos risueño. Le pregunté el por qué pero él simplemente me decía que eran cosas mías, pero en el fondo empezaba a darme cuenta de que algo iba mal. No supe qué era exactamente hasta pasado un tiempo. Él se había ido de viaje con sus padres o, al menos, eso creía yo, cuando me di cuenta de que mi pen drive estaba en su casa y lo necesitaba urgentemente para un trabajo. Como vivía con la abuela, me acerqué a su casa a recogerlo. Al llegar, no solo me encontré con su abuela, sino con su madre. Estaba totalmente apagada y con los ojos rojos de tanto llorar. Entonces la madre comenzó a llorar y me explicó todo entre lágrima y lágrima. Cada minuto que pasaba mi corazón iba haciéndose más pequeño y las lágrimas brotaban de mis ojos sin cesar. Él tenía cáncer y había ingresado en el hospital muy grave, pues tenía que empezar con un intenso tratamiento de quimioterapia al momento.

 No pude con aquello, me fui, hui, corrí con todas mis fuerzas, no podía ser verdad. Era la primera vez en mucho tiempo que realmente me sentía bien, feliz. Pero todo eso había acabado de golpe, la persona que más quería en el mundo tenía cáncer. No supe reaccionar en el momento, simplemente me encerré en mi cuarto durante todo el día con una lista de reproducción con canciones que él me había grabado. Esperaba que todo fuese una pesadilla, despertar y que él estuviese ahí a mi lado con su hermosa sonrisa, sus cálidos ojos verdes y ese ricito que siempre  caía justo al lado de su oreja. Deseaba con toda mi alma despertar y que ahí estuviese él con su guitarra y su preciosa voz, con sus besos y abrazos. Pero no, todo aquello estaba sucediendo y lo único que podía hacer era llorar y llorar.

 Al cabo de poco más de una semana, me decidí al fin a ir al hospital, sabía que iba a ser duro, que probablemente estaría mucho tiempo mal y que había altas probabilidades de que se muriese. Pero le quería y no iba a dejarlo ir tan fácilmente, iba a estar con él cada minuto libre que tuviese. Hasta que él se pusiese bien y entonces podríamos hacer aquel viaje por todo el mundo que habíamos planeado al cumplir los 18. Y así fue, cada tarde al salir del instituto, cada fin de semana, cada segundo libre de mi vida lo pasaba allí con él. Había días en los que estaba bien y días en los que no. Con el tiempo ese maravilloso pelo fue desapareciendo, sus hermosos ojos verdes apagándose, pero siempre tenía esa sonrisa y, al entrar en la habitación, me decía “Hola chica tímida” y se despedía siempre con un “te quiero”. Eso era lo que me daba fuerzas cada día, lo que me hacía que tuviera un hilo de esperanza. 

Un día, toda esa esperanza se esfumó. Al llegar al hospital, no estaba en su cama de siempre. En ese momento su madre entró en la habitación, con los ojos hinchados de llorar y con una carta en la que pude distinguir mi nombre en su mano. Él se había ido, para siempre, esa misma mañana algo falló en su organismo y murió. Así, sin más. Jamás volvería a sentir sus cálidos abrazos, jamás volvería a mirar sus preciosos ojos verdes, a oír su hermosa voz. Todo había acabado, él ya no estaba. 

Después de eso, había acabado aquí, en la playa, el lugar donde todo empezó. Estuve horas y horas, sin tomar conciencia del tiempo. Entre lágrimas, conseguí sacar valor para abrir su carta, simplemente había una frase en ella; “Vive la vida como si detrás de cada día viniese otro, porque realmente nunca sabes cuándo se va a terminar. Te quiero”.



Sara Gómez González.

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